domingo, 5 de octubre de 2014

Capítulo 3


Completamente aturdida y a punto de perder la conciencia, lo veo salir como una sombra y pasar junto a mí a una velocidad increíble. Caigo de rodillas y apenas consigo atisbar lo que pasa a mí alrededor, algo continúa debilitándome y, aunque no me desmayo como creía, siento como si me arrebataran lentamente la vida. De pronto me siento temblar de frío.

Escucho ruidos extraños, voces, gritos, maldiciones, e intento fijar mi vista en algún punto, pero todo es borroso, cada vez más. Un cuerpo cae frente a mí, inerte, y a pesar del miedo que aún me acompaña los latidos de mi corazón son cada vez más débiles. Siento el impulso de cerrar los ojos y dormir durante horas y sé reconocer que, de alguna manera, me estoy muriendo. Y lo prefiero así antes que ser atravesada por una espada.

No pasa mucho antes de que todo vuelva a ser silencio (¿o son imaginaciones mías?). El chico del bosque, aquél de los ojos verdes, se me acerca de prisa y se agacha frente a mí, agitado; casi puedo oír su respiración irregular. Sus manos sujetan mis hombros y aproxima mi torso al suyo, sin dejar de mirarme fijamente; de a poco comienzo a notar sus rasgos, con esfuerzo, como si mi visión se enfocara por momentos. Creo que no lo había notado antes, pero es el hombre más hermoso que he visto en mi vida.

_ Escúchame bien, Lydia_ dice, y su voz suena lejana, resonante._ Necesitas deshacerte del escudo. Te estás matando.

Sus palabras me confunden más aún, pero la más importante de mis preguntas y que, de poder hablar formularía, es cómo. Ni siquiera estoy consciente de qué escudo habla, mucho menos de cómo deshacerlo.

_ Cierra los ojos y busca dentro de ti. Tiene que haber una luz brillante que se apaga más y más_ Sigo sus instrucciones y no me tardo en encontrarla, pero ya no brilla, ni mucho menos. A penas ilumina. Y parece estar a punto de apagarse._ Estás usando de esa luz para crear el escudo. Esa es tu energía y, como la utilices toda, morirás. Tienes que parar.

Pese a que en un principio no comprendo ni una palabra de lo que dice, cuando me dejo llevar por lo que veo casi puedo sentirme a mí misma extrayendo de aquella luz extraña. Tardo en comprender cómo, pero lo hago y me detengo, me resulta extremadamente fácil; a mí alrededor algo se desvanece y un alivio desconocido me recorre el cuerpo. Antes de abrir los ojos creo ver el pequeño brillo, que antes comenzaba a apagarse, crecer. Aún si siento que podría dormir durante años, hago un esfuerzo por incorporarme mientras mi visión lentamente vuelve; me duele cada músculo que muevo.

Noto su brazo en el mío, ayudándome, y me apoyo en él; todo a mi alrededor da vueltas y me sujeto de su capa durante unos segundos. Me siento terrible y mi confusión alcanza límites extremos, necesito respuestas. Lo miro a los ojos y a punto estoy de pedírselas, pero una sensación de paz me invade observándolo y por un momento no quiero romperla. Para cuando consigo despegar mi mirada de la suya, desisto, decidida a cumplir mi promesa. Me aparto un paso.

_ ¿Puedes decirme, al menos, tu nombre?_ acabo por preguntar, sin dejar de mirar el piso. Aún en la oscuridad, creo verlo sonreír, con el rabillo del ojo.

_ Shasta_ contesta, con un tono de voz que deja entrever aquella sonrisa_ Mi nombre es Shasta.

No me molesto en decirle el mío, pues sé que ya lo sabe, me limito a levantar lentamente la mirada mientras una sonrisa pide formarse en mis labios. Pero no me atrevo. No recuerdo cuándo fue la última vez que sonreí.

_ Lamento haberte dejado sola, pero, ya ves, nadie puede saber que estás aquí._ Camina hasta situarse detrás de mí y yo me volteo instintivamente, viéndolo volverse y andar en reversa, con sus ojos clavados en los míos._ Vamos, tenemos aún más prisa que antes.

Comienzo a andar también y al poco lo alcanzo; en medio del silencio interrumpido únicamente por nuestros pasos, no puedo evitar pensar, mirándolo, que tal vez me equivoqué, que tal vez una parte de mí quiere confiar en él a pesar de todo. Andamos así un buen rato, sin hablar, yo viéndolo únicamente de reojo, de tanto en tanto.

_ Responderé cinco de tus preguntas, si quieres_ comenta de pronto, como si nada, sin inmutar el ritmo acelerado de sus pasos. Clavo mis ojos en los suyos, corroborando sus palabras en su rostro_ Tenemos más de un kilómetro hasta el siguiente portal…

_ Diez_ pido, intentando organizar el remolino de dudas que gira en mi mente, volándose cada una cuando me dispongo a sujetarlas._ Y hay tiempo para muchas más en un kilómetro de caminata.

_ Cinco_ repite, observándome de reojo, y en aquella oscuridad me parece distinguir un destello de burla en su máscara de frialdad.

_ Ocho_ vuelvo a intentar, más sumisamente, casi en un tono interrogante. Aparta su mirada de la mía, negando con la cabeza, y de repente todo se vuelve (¿o es impresión mía) un poco más oscuro. Se mantiene en silencio unos segundos y estoy a punto de conformarme cuando vuelve a abrir la boca.

_ Seis_ ofrece, sin apenas girar su cabeza, con ambas cejas alzadas._ Tres. Dos. U…

_ Bien_ acepto, resignada y al mismo tiempo desesperada por escuchar esas pocas respuestas. Vuelvo a intentar acomodar mis preguntas en orden prioritario.

_ Intentaré contestar todas, pero ten en cuenta que hay cosas que ahora te costará comprender por más que te las explique.

_ ¿Dónde estamos?_ escojo en primer lugar, observando instintivamente alrededor, notando que el cielo comienza a aclararse lentamente, tornándose de un azul más y más claro, desapareciendo una a una las estrellas.

_ Ahora mismo, en Kytsha._ parece querer reorganizar sus ideas antes de aclarar:_ Reino de Danjerest. Lo sé, no estoy diciendo nada con eso. No es parte del mundo que tú conoces, por muy extraño (y tal vez loco) que suene…; estamos en el mismo planeta, pisando la misma tierra y observando el mismo cielo, pero en un tiempo y espacio diferente.

Frunzo el ceño, incrédula, mirándolo fijamente como si pudiera perforar y observar dentro de él y saber si miente. O si aquello tan descabellado es la verdad. Después de todo, nada de lo que he visto hasta ahora tuvo lógica alguna; me callo mi inseguridad pero, como si pudiera olerla, continúa.

_ Usamos portales para pasar de un mundo en otro, como ya has visto, aunque no es común. Desconocemos si hay otros. Dentro de este mundo con el que pronto de adaptarás, Danjarest es el reino más importante de los que lo rodean, al menos. Limita con el río Jorlik al este, los bosques altos al norte, las montañas blancas oeste y los bosques bajos al sur_ dice, señalando sus palabras en el aire, como si dibujara un mapa_. Kytsha es una de sus provincias y está casi en medio del territorio. No hay mucho más que pueda agregar, pero te mostraré un mapa cuando lleguemos.

Mirándolo mientras habla, tengo que esforzarme por prestar atención a sus palabras; mi mente divaga y, por alguna razón, mis ojos se centran en su rostro, su nariz, su boca moviéndose… Me despejo cuando llega al final y asimilo las palabras que acabo de escuchar, naciendo de aquella respuesta aún más dudas. Pero todas pueden esperar a otro momento.

_ ¿A dónde vamos y por qué me trajiste aquí?_ suelto, pensando que quizás debería haber empezado por allí, sin poder contenerlas cuando por fin las saco de aquél remolino.

_ Esas son dos_ aclara, queriendo cerciorase de que estoy al tanto y luego no protestaré.

_ Lo sé_ respondo rápido, sin darle importancia. Comienzo a ser consciente, mientras desaparece el frío, del dolor que poco a poco me recuerda la velada anterior y noto lo extraño que ha transcurrido el tiempo. Me siento tentada a preguntar cuántas horas han pasado, si es que han pasado horas, y me pregunto a mí misma cómo puede estar amaneciendo ahora si cuando me levanté, hace poco rato, era pleno día. Pospongo eso para después.

_ Vamos a Thanger, la provincia más pequeña del reino; más exactamente a la región oculta. Te estoy llevando al castillo (lo llaman el “palacio perdido”), donde te espera la reina. No la reina de Danjerest, quiero decir… Es difícil de explicar_ acaba murmurando, mirando al piso pensativo, tratando de acomodar sus pensamientos y luego ponerlos en palabras_ Digamos que hubo una vez unos reyes gobernando el territorio, pero fueron destronados y la corona fue robada por otros. Esos reyes originales se escondieron y esperan el momento para recuperar Danjerest. Pero tu papel en esta historia no es algo que yo deba exponer, lo siento. Te lo dirán mucho mejor cuando lleguemos.


_ Vale, pero no me has contestado_ aclaro, imitando levemente su tono de advertencia._ Aún tengo 4 preguntas.

Asiente con la cabeza, echándome una fugaz mirada de reojo que casi se me pasa por alto. Muerdo mi labio inferior pensativa, escogiendo la siguiente; son muchísimas pero, de pronto, ninguna me parece importante.

_ ¿Qué hay del tuyo?_ pregunto al fin en un tono más bien bajo, avergonzada de mi propia curiosidad. Esta vez me mira abiertamente y creo, espero equivocarme, que siento más calientes las mejillas; tal vez sólo por ocultar mi incomodidad, aclaro: _ Tu papel en esa historia.

De haber tardado dos segundos más en volverme lentamente hacia él, la sombra que cruza su rostro (una sombra extraña, tal vez la sombra de un humor oscuro) se me habría pasado desapercibida. Y pese a que enseguida se esfuma, su mirada sobre la mía me atemoriza. Me recorre un escalofrío y repentinamente cada golpe recibido la noche anterior arde como ni siquiera en ese momento ardió, asustándome todavía más. Intento disimularlo, pero no puedo evitar ralentizar el ritmo de mis pasos. No se da por enterado. De pronto, como aliviando la tención, suelta un risita.

_ ¿Mi papel?_ dice pero, en contraste con su expresión divertida, me parece ver duda en sus ojos. Entonces ensancha levemente su sonrisa y toda expresión desaparece de sus ojos._ Enseñarte a cumplir el tuyo.

_ ¿Enseñarme qué?_ pregunto frunciendo el ceño, cada vez mas confundida. Vuelve a sonreír, esta vez sin mensajes detrás, como si le gustara mi pregunta. O, tal vez, su propia respuesta.

_ Magia_ responde como si esa palabra por si sola tuviera el poder de poner patas arriba el mundo.
 (...)
 

Capítulo 2


_ ¿Irnos? ¿A dónde?_ pregunto, mareada_ No me has respondido, ¿quién eres?

_ No hay tiempo para esto_ dice, ya sin sonrisas, con la mirada fija detrás de mí, en la puerta. Los ruidos se acercan cada vez más y yo también me inquieto; mis papás no suelen acercarse a mi habitación._ Cruza.

_ Tú eres el loco._ susurro, arrancándole un nuevo brillo divertido a su semblante, que rápidamente vuelve a tornarse nerviosa_ No iré a ningún lado hasta que me expliques qué está pasando.

Son montones las preguntas que se amotinan en mi cabeza, martillando, empujando para salir fuera. Pero no puedo soltarlas todas juntas; él ni siquiera ha respondido a la más sencilla. Lo veo impacientarse y su mirada se vuelve definitivamente oscura cuando la puerta de mi habitación se abre detrás de mí. Aunque me extraña y asusta aún más que a él, no llego a voltearme pues sus palabras me sorprenden.

_ Considérate oficialmente secuestrada, entonces_ dice y, con una velocidad que me impide reaccionar, tira de mi brazo hacia él.

Por muy extraño que resulte, pues la pared bajo la ventana debería haberlo impedido, mi cuerpo apenas ofrece resistencia y cruza del otro lado, atraído por una increíble fuerza. Caigo sobre él y, antes de poder evitarlo, ambos estamos en el suelo; a pesar de darle la espalda ahora a la casa, escucho claramente como el vidrio se cierra sin que nadie lo toque, con un estruendoso clack. Por un momento me resulta tentador mantenerme así, observándolo de cerca, buscando infructuosamente un defecto en su rostro, perdiéndome en sus intensos ojos verdes que casi parecen atravesarme y leer mis pensamientos; pero recuerdo su frase última y despierto. Me pongo en pie rápidamente ante su mirada bromista y me volteo, esperando ver de algún modo mi casa, o al menos la ventana de mi habitación. Pero no hay nada. El bosque responde calmado ante mi mirada atónita.

_ ¿Qué…? ¿Dónde…?_ Apenas puedo pronunciar palabra y, frunciendo el ceño, me vuelvo hacia él una vez más_ ¿Dónde estamos?

Se mantiene mirándome unos segundos, aparentemente más tranquilo, con una mirada extraña; tan potente que, inconscientemente, doy un paso hacia atrás. Entonces sonríe y observa alrededor, apreciativo, como si buscara en los árboles las palabras para explicarlos. O tal vez sólo está ignorando mi pregunta. Cuando por fin vuelve a mirarme, su sonrisa se diluye poco a poco en una expresión absorta.

_ Hagamos un trato: responderé a todas tus preguntas cuando lleguemos, si aceptas mantener la boca cerrada durante el viaje.

_ ¿Llegar a dónde? No voy a ir a ningún lado hasta que me contestes_ repito, retrocediendo otro paso, absolutamente confundida, aún buscando en el bosque algún rastro de mi casa o de civilización siquiera_ ¿Qué está pasando?

_ Admiro tu falta de confianza, pero no es este el momento de responder preguntas. Tengo que llevarte con la reina y desgraciadamente ella no es la única que te está buscando_ dice, aún con algo de paciencia_ Te prometo que no va a pasarte nada.

Pero no le creo. Algo en esa primera impresión por la que nunca se debe juzgar a alguien pero que suele ser la más precisa me dice que, al menos una de todas aquellas palabras, es mentira; sus ojos ocultan algo y, tras años de observar gente, inconscientemente lo noto. Y, negando con la cabeza, retrocedo hasta que el miedo me impulsa a darme la vuelta y correr. No doy muchos pasos antes de que él aparezca mágicamente frente a mí. Retengo un grito y me detengo, asustada, ya sin poder creer en mis propios ojos.

Coloca su mano en mi hombro antes de que pueda moverme y me empuja suavemente contra el tronco de un árbol, atrapándome momentáneamente. Me mira fijamente, luchando entre la ansiedad y la paciencia, intentando demostrarme con sus ojos que dice la verdad.

_ ¿A qué le temes? ¿Quieres volver a tu casa?_ sus palabras me golpean bruscamente. ¿Quiero volver a mi casa? Su mirada me incomoda_ Escúchame, te prometo tantas veces como quieras que allí nadie te hará daño. Te llevaré y contestaré a tus preguntas una por una, aunque me lleve toda la tarde. Pero ellos… nosotros te necesitamos y, por lo que pude ver, tú nos necesitas también.

Tiene razón. Todo es en extremo confuso y sigo sin estar segura de poder confiar en él, pero parte de lo que dijo es cierto; nada peor puede pasarme, si yo ya estoy muerta en vida. Y si además existe, tal vez, el modo de no volver a casa… Me observa silencioso, aguardando una respuesta, y me pregunto qué hará si me niego a ir.

_ ¿Me dejarás guiarte?_ pregunta, quizá sabiendo que ya he tomado una decisión, quizá hasta intuyendo mi respuesta.

Asiento con la cabeza, no sin miedo, y lo miro a los ojos una última vez, buscando algo que me aclare las cosas, algo que me diga si miente o dice la verdad, algo que explique el mal presentimiento que todo esto me provoca. Pero no consigo nada, aquellos parecen estar cubiertos, protegidos ante quien los mire, indescifrables. Tal vez por eso no confío en él, porque no puedo ver a través ni intuir sus pensamientos. Porque es un misterio para mí. Y tal vez, sólo tal vez, porque jamás he obtenido nada bueno de un hombre.

Extiende su mano hacia mí y aguarda, sin dejar de mirar mis ojos, como si temiera asustarme; la tomo, insegura. Aprieta sus cálidos dedos sobre los míos, agradeciendo la confianza, y, dándome la espalda, comienza a caminar, tirando de mí. Camino tras él, intentando seguir sus pasos rápidos sin tropezar.

_ No tenemos mucho tiempo_ susurra, y no estoy segura de que me lo diga a mí. No respondo, por más que sólo me suscite más dudas, por muchas preguntas que se amontonen en mi garganta esperando salir. Hago mi mayor esfuerzo por confiar en él, sabiendo que puede ser mi única salida.

Cuando me acostumbro a seguir su ritmo, levanto la vista del suelo y me dedico a observar alrededor, intentando pensar en otra cosa. El sol comienza a caer y su luz parece fragmentarse y atravesar las hojas de los árboles, cada vez más escasa. El cielo se torna gradualmente de un naranja suave. El viento apenas sopla y me sorprendo de la belleza del bosque; me pregunto si se verá igual al caer la noche o si, tal vez, la luz es quien le otorga tal encanto para después arrebatárselo.

Entonces detengo mi mirada en él y el rumbo de mis pensamientos cambia por completo. Observo su ancha espalda, su negro cabello, su moda de caminar, y me pregunto cuántos años tendrá (¿20, tal vez? No, menos…). Miro su mano derecha sujetando la mía, la siento, y me incomodo; pienso en acelerar mis pasos y caminar a su lado pero, pese a mi deseo de verle la cara, no lo hago (¿y hablar de qué?). Me mantengo detrás, en silencio, con las preguntas calladas carcomiéndome dentro.

Pero él no tarda en detenerse. Observa minuciosamente el aire, como si esperara encontrar algo, concentrado, y me suelta. Lo veo levantar la mano y tantear, moviéndola de un lado al otro. Muerdo mi labio inferior y me acerco a él, mirando el aire también, sintiéndome estúpida; no pregunto nada.

_ Tiene que estar por aquí_ susurra, volteándose levemente hacia la izquierda y dando un paso hacia delante. Reparando en mí, y como si de algo me sirviera, aclara: _ el transportador.

Cuando por fin lo encuentra, dudo de mis ojos por tercera vez en el día. Mueve ambas manos alrededor de algo que comienza a materializarse mientras él lo toca; el aire se torna de un color amarillento y brillante, como la luz del sol, formando una especie de portal; “un transportador”. Contengo el aire, nuevamente atónita, y me acerco a observarlo maravillada; estiro mi mano y toco los destellos de luz con la yema de mis dedos, esperando sentir algo. Una sensación cálida me recorre, pero atravieso la luz como si nada, como si fuera tan sólo eso: luz. Me pregunto qué hay del otro lado y, por un momento, siento el impulso de asomar la cabeza al otro lado; pero no soy una chica impulsiva, por lo que me mantengo observando incrédula.

Miro al chico, cuyo nombre por cierto todavía desconozco, pero no hablo. Él parece adivinar las preguntas en mis ojos y sonríe, malicioso; como prometió, no responde absolutamente a ninguna. Aprovecha para observarme, de paso, como si no lo hubiera hecho antes, por un momento corto. Y por ese momento corto, me siento extraña; son sólo cuatro segundos, pero su mirada parece atravesarme, buscar algo tras mis ojos que yo no puedo encontrar en los suyos. Si lo consigue, o no, no lo demuestra, se vuelve hacia el portal sin dejar de mirarme y hace un gesto hacia él con la cabeza.

_ Las damas primero_ dice, acompañando sus palabras con un ademán, estirando un brazo.

Miro fijamente la luz y luego vuelvo a observarlo, alzando las cejas, estática. ¿Tengo que cruzar eso? ¿Y ya? ¿Sin una sola respuesta o, siquiera, la seguridad de que apareceré entera del otro lado? Suspira y, antes de que pueda darme cuenta, está parado frente a mí. Percibo como su mano rodea mi cintura y, suavemente, pega mi cuerpo al suyo; todo sucede demasiado rápido y apenas tengo tiempo a reaccionar cuando siento como si aquella luz nos absorbiera, o ella misma se acercara a nosotros, tragándonos. Enseguida me noto extraña, como si nada más que su mano me sostuviera, como si pudiera caerme en un vacío sin fin; inconscientemente me sujeto a su camisa, bajo la capa, intentando disimular el temblor de mi cuerpo, cerrando los ojos. Me sujeta con más fuerza y siento sus dedos sobre mis costillas.

El tiempo que estoy aquí dentro me resulta eterno, no puedo decir si tardamos tan sólo tres segundo o una hora completa, me mantengo con los ojos cerrados, ajena a toda la luz del vacío que me rodea. Cuando llegamos, no lo noto. Abro los ojos únicamente cuando su mano se desliza fuera de mi cintura y lo veo observarme, con una sonrisa entre burlona y, de algún modo, cálida. Me apresuro a soltarlo y doy un paso hacia atrás, pero la vergüenza me dura poco; nuevamente las preguntas llenan mi mente cuando observo al rededor.

Estoy en un callejón extraño, nada que haya visto antes en la ciudad de Buenos Aires, ni siquiera parecido. Ya es de noche y difícilmente puedo apreciar los muros húmedos y viejos que me rodean. Hay agua también en el piso y, siguiéndola con los ojos, apenas puedo ver unos metros más allá; como si a unos pocos pasos la oscuridad lo tragara todo. Un escalofrío me recorre de pies a cabeza y retrocedo sutilmente, como si así pudiera alejarme al menos unos centímetros más de aquella extraña negrura.

Me volteo para asegurarme de que él sigue junto a mí y, a pesar de todo, su presencia me tranquiliza. Rápidamente mis ojos se acostumbran a la oscuridad y comienzo a distinguir sus facciones; me mira atento y sus ojos, intensos, parecen brillar a pesar de la falta de luz. Cuando nota que puedo verlo sonríe y deja de observarme, dirigiendo su mirada hacia lo que parece la nada misma. Levanta la comisura derecha de sus labios y, con un gesto, me invita a caminar hacia delante. Esta vez avanzo, decidida a no mostrar mi miedo, acercándome paso a paso hacia la oscuridad; pero esta parece alejarse mientras más camino.

Él no tarda en adelantarme levemente, y me siento mejor así, siguiéndolo, teniéndolo delante; camina tranquilo, como si supiera exactamente dónde pisar, como si conociera este lugar incluso con los ojos cerrados. Aún así, mientras muevo mis piernas y la pregunta “¿a dónde vamos?” atraviesa mi garganta, no se me escapan las miradas de reojo que echa a sus costados cada tanto, como si necesitara asegurarse constantemente de que estamos solos. Intento pensar que son imaginaciones mías.

Levanto la cabeza, apreciando la pequeña franja de cielo que los altos muros del callejón me permiten ver, mirando la impresionante cantidad de estrellas que se filtran entre las nubes. Pronto noto algo que se me había estado pasando por alto, algo que hace aún más extraño este sitio y que me confirma que no estoy en Buenos Aires: el silencio. Lo único que mis oídos detectan son nuestros pasos, que cada tanto suenan estruendosos cuando mis pies encuentran un charco de agua. No hay voces, ni risas, ni autos, ni aves; incluso el viento se cuida de hacer el menor ruido posible al pasar. Otro escalofrío.

Así como antes me incomodaba la falta de conversación, en este momento no me atrevo a abrir la boca, ni a emitir sonido alguno. Incluso mis pasos constantes me resultan molestos. Vuelvo a mirarlo a él, ahora que caminamos prácticamente juntos, intentando descifrar siquiera algo, observando la línea de su nariz, sus cejas oscuras y sus labios, mientras parece pensativo.

Pasan algunos minutos antes de que se detenga, y el callejón me resulta interminable. Aminora la marcha hasta parase junto a lo que mis ojos pronto distinguen como una puerta, de madera, y lo imito. Golpea tres veces, espera, y golpea dos.

_ Espérame aquí_ susurra, observando alrededor minuciosamente_ pase lo que pase, no entres. En un caso extremo, grita.

¿Un caso extremo? Me estremezco, intentando ocultar el temblor de mis manos, y asiento con la cabeza, sabiendo que de abrir mi boca la voz no me saldrá. Enseguida la puerta se abre levemente y él entra; antes de que pueda ver quién está del otro lado, se cierra con un golpe seco, sobresaltándome. Suspiro.

Espero un buen rato, cambiando mi peso de una pierna a la otra, cansada. Estoy a punto de apoyarme en algún muro, cuando recuerdo el agua y, al tocarlo con mis dedos, me mojo. ¿Ha llovido? También el piso está empapado. Sin otra opción, me quedo parada, sola en medio de la noche con mis pensamientos.

Aprovecho para dar rienda suelta a mis preguntas y maldecirme por estúpida. ¿Qué estoy haciendo? No sé dónde estoy ni como llegué aquí, no sé quién es el hombre al que estoy siguiendo, ni a dónde me lleva; no sé tampoco para qué me quiere. Por mucho que pienso que me estoy volviendo loca, no acabo de creérmelo; en el fondo sé que no estoy alucinando, que todo lo que me rodea es tan real como yo misma. Pero sí soy una idiota por haberlo seguido, sobre todo por haber abierto la ventana; debería haber gritado, o llamado… ¿Qué fue todo eso, de todas maneras? El repentino cambio de paisaje tras mi ventana, aquellas luces extrañas en el bosque, y nuestra aparición aquí. ¿Y qué diablos hace él dentro, que le lleva tanto tiempo?

Cruzo mis brazos intentando combatir el frío, un frío húmedo que se pega en mis ropas y estremece mi cuerpo. A pesar de eso, tras otros eternos minutos de apreciar el cielo, apoyo mi espalda en la pared, sintiendo la humedad en mi piel rápidamente, aliviando la carga sobre mis piernas. Las nubes pasan con una velocidad increíble y dejan agujeros donde parecen separarse, por los cuales me dedico a mirar las estrellas, maravillada ante la cantidad y, sobre todo, el brillo de las mismas. Por algún motivo, sus ojos verdes me vienen a la mente.

Es cuando bajo la vista que para observar la puerta que mi mirada es interceptada por un movimiento a lo lejos. Llevo mis ojos hacia la oscuridad, buscando minuciosamente lo que sea que captó mi atención segundos antes, con el corazón latiéndome rápido de pronto. Respiro hondo e intento convencerme de que no fue nada, de que sólo es producto del miedo, pero una vez más no me lo trago. Continúo con la vista fija en algo que no puedo ver, algo que quiero creer que no está ahí.

Pero por mucho que quiero engañarme mi garganta se seca y detengo mi respiración cuando, nuevamente, algo se mueve en aquella negrura. Consciente de que no me lo estoy imaginando, me repito una y otra vez que necesito calmarme, que tal vez sea sólo una persona, alguien que… De nada sirve y mi corazón se acelera aún más cuando creo distinguir una silueta; como en una pesadilla, el miedo no acepta razonamiento alguno.

Retrocedo dos pasos e, inconscientemente, golpeo la puerta siguiendo el mismo procedimiento que varios minutos atrás usara él para entrar. Nadie sale y aquella silueta está cada vez más cerca; de hecho, detrás de ella, otra se hace visible al poco. Y luego otra.

Vuelvo a golpear la puerta con más fuerza, esta vez sin seguir ningún patrón, sudando. Siento los latidos de mi corazón en cada rincón de mi cuerpo. Recuerdo entonces sus últimas palabras antes de entrar: “en un caso extremo, grita”. ¿Es este un caso extremo? Pero no me atrevo a gritar, pensando que si existe la posibilidad de que no me hayan visto, lo echaré a perder, y considerando vanamente la posibilidad de que sólo sean transeúntes. Y, por sobre aquellas dos cosas, sé que de abrir la boca esa mano invisible llamada miedo que me oprime la garganta ahogará cualquier sonido que quiera salir. Por muy ridículo que suene, lo único que atino a hacer es controlar el llanto que intenta colarse por mis ojos.

Analizo la posibilidad de salir corriendo, de huir, pero ¿a dónde? Ni siquiera tengo idea de dónde estoy. Me mantengo inmóvil, intentando distinguir algo más que siluetas, y, sin notarlo, mi mano se desliza hasta el picaporte de la puerta.

Poco más de cinco metros me separan del primero de ellos (tampoco estoy segura de que sólo sean tres), cuando mis ojos reconocen un extraño resplandor en sus manos, un brillo que se extiende en una larga espada. ¿Espada? Las dudas ya no cabían en mi cabeza y el terror comenzaba a llenarlo todo. Quería gritar, llamarlo y pedir ayuda, pero ni siquiera sabía su nombre.

No tardo en notar que algo anda mal con mi cuerpo, que ya no es el miedo quien me paraliza; ni un solo músculo me responde. Por mucho que mi mente me grita que abra la puerta, que empuje el picaporte y me meta dentro aún contra sus instrucciones, apenas puedo girar la cabeza para ver mi mano inmóvil, como si obedeciera a otro. Intento moverme con todas mis fuerzas, pero es inútil, como si mi cuerpo y mi cerebro se hubiesen desconectado. Me siento terriblemente impotente y mientras más intento empujar la puerta, más me inunda el miedo. No entiendo nada de lo que está pasando.

Esa primera silueta no tarda en estar frente a mí y detenerse; aprovecho para observarlo hasta donde la oscuridad me lo permite. Es un hombre, y es enorme. Casi no puedo ver su rostro en un principio pero, a medida que mis ojos se acostumbran, vislumbro algo que llama mi atención enseguida, algo dibujado en su frente que me estremece, aún si no lo he visto antes; una especie de símbolo. No tengo tiempo para analizarlo demasiado, pues mi atención se posa inmediatamente en la espada que ahora comienza a levantarse y acaba apuntando hacia mí.

Vuelvo a hacer un último esfuerzo por moverme, desesperada, e incluso intento gritar, pero mi boca no se abre. El sudor baña mi rostro y mis piernas apenas me mantienen; el filo de la espada parece saludarme antes de acercarse a mí y cierro los ojos, aterrada. El grito quema mi garganta, queriendo salir y, aunque no consigo despegar mis labios, el miedo en mi interior explota y, de algún modo, creo oírlo salir y resonar en cada rincón, en cada muro.

Pero la espada no me atraviesa. Abro los ojos tras unos segundos y veo la misma situación; el hombre frente a mí, los otros dos detrás. Tan sólo hay una diferencia, y tardo en notarla, confundida: el hombre de la espada frunce el ceño. Se aparta un paso y vuelve a intentarlo, esta vez blandiéndola horizontalmente, sin darme tiempo a cerrar de nuevo los ojos; el filo se atora en el aire, un centímetro antes de tocar mi piel, como si un muro invisible lo detuviera. Un alivio momentáneo me recorre y de pronto me siento débil, como si fuera a desvanecerme.

Todo comienza a verse borroso y a duras penas noto cuando el primer hombre hace un gesto con la cabeza a los otros dos, que comienzan a moverse hacia mí. Los observo acercarse, mientras mis piernas flanquean y mi vista se hace más y más débil; ninguno de ellos consigue tocarme y casi puedo sentir la energía que me cubre, cada vez más frágil. Y cuando me siento ir, cuando comienzo a desmayarme, mi mano se mueve sola, junto con la puerta que, por fin, se abre.

 

Capítulo 1


Abro los ojos por quinta vez, deseando con todas mis fuerzas volver a dormir y, por otro lado, buscando por doquier tan sólo un motivo para levantarme. Como cada mañana, me invade la necesidad de permanecer acostada por siempre, de cerrar los ojos y no volver a abrirlos jamás. Y, como cada mañana, lucho con el vacío en mi pecho y me siento sobre el colchón, con los ojos entrecerrados. Por mucho que me recuerde que debo ir al colegio y que llegaré tarde, me siento cada vez peor a medida que saco mis piernas de entre las sábanas, las apoyo en el frío piso de madera y, juntando fuerzas de donde ya no quedan, me pongo de pie. Como cada mañana.

Me ducho, olvidando todo durante el corto rato que el agua caliente acaricia mi piel; también deseo continuar así por siempre. Pero cuando acabo salgo, me visto con lo primero que encuentro (camiseta, pantalón roto y un viejo suéter), preparo la mochila y camino hacia la entrada, rezando no toparme con mis padres. Un grave ronquido del otro lado de la casa me tranquiliza y, de todas maneras, me apresuro a salir. Cierro la puerta suavemente y, manteniéndome frente a ella unos segundos, suspiro; entonces me doy la vuelta y comienzo a andar hacia el colegio.

Una mañana nublada, fría y húmeda me da los buenos días y, cada tantos pasos, un escalofrío recorre mi cuerpo. A pesar de la hora, la gente camina de un lado al otro por el barrio, algunos desde sus casas hasta alguna tienda y otros desde alguna tienda hasta sus casas. Cada uno tiene su propia vida, y sin embargo parecen entes para mí, yendo de un lado al otro, encerrados en su propia burbuja... O tal vez soy yo, viviendo día a día la misma rutina, el mismo tormento llamado vida.

Meto mis manos en los bolsillos del suéter y bajo la cabeza cuando el viento me golpea la cara; camino la poca distancia que me separa del colegio mirando los grises adoquines que, gota a gota, comienzan a mojarse. Pronto el sonido de la lluvia lo cubre todo y el agua fría empapa mi cuerpo; aún si no tardo en llegar, no puedo evitar entrar temblando, muerta de frío y mojada por completo. Escurro mi ropa rápidamente, sabiendo que no puedo retrasarme mucho más, y subo las escaleras hasta el primer piso, haciendo un enorme esfuerzo por dejar de temblar. Casi lo he logrado cuando, como si nada, entro en el aula y deposito mi mochila en el asiento de siempre, junto a la pared.

La sola idea de que aún me queda un día entero por delante me deprime fácilmente; intento no pensar en cuántos días como este me quedan aún por vivir. El frío me recorre de pies a cabeza mientras observo a mis compañeros hablar entre sí, formando pequeños grupos, desparramados por todo el salón. Si me esfuerzo un tanto casi puedo escuchar lo que dicen, pero hace tiempo que dejó de interesarme; yo no tengo a nadie con quien hablar y, de tenerlo, tampoco habría un de qué. Cierro los ojos y dejo caer mi cabeza entre mis brazos, sobre el banco. No tarda en entrar el profesor.

***

En mitad de mi escape de la realidad, cuando sentada en el suelo me dedico enteramente a sumergirme en otro mundo, el libro que con tanto cuidado sostengo resbala de mis manos tras un empujón. Lo veo caer al piso y despierto de mi ensimismamiento casi de un golpe. Miro hacia arriba justo cuando el responsable, un adolecente rubio y alto, se agacha frente a mí y, tomándolo del suelo, me lo tiende; pero cuando me dispongo a aceptarlo de vuelta, lo aleja de pronto. Lo miro a los ojos, inquisitiva, sin saber si molestarme o no y veo en su mirada algo más allá de la curiosidad normal, algo más parecido al desdén. ¿Odio, tal vez? ¿Por qué?

_ La escuela no es un centro de caridad_ dice, con una expresión antipática. Reparo en sus amigos detrás de él y vuelvo a mirarlo, interesada. _ ¿Crees que puedes estar aquí por horas, como si fuera tu casa?

_ ¿Por qué no?_ pregunto, frunciendo levemente el ceño, sin entender a dónde quiere llegar. No me gustan los chicos, me ponen incómoda y alerta, me recuerdan demasiado a mi padre_ Está abierta para cualquier estudiante.

Ríe de mala gana y se pone de pie, sin dejar de mirarme. Uno de sus amigos lo sujeta y susurra algo en su oído que no puedo entender; por algún motivo, tengo la sensación de que está interviniendo por mí cuando el primer chico se suelta de su agarre y, arrojando el libro en el aire para después tomarlo de nuevo, se voltea y camina hacia afuera. Me paro también cuando la broma empieza a saberme amarga y, sintiéndome humillada, comienzo a temer que esto vaya demasiado lejos. Lo sigo rápidamente cuando sale bajo la lluvia y el papel en sus manos poco a poco se humedece, ignorando a sus amigos quienes, en un principio, se quedan atrás.

Miro el libro mojarse y, sin que yo lo note, mi rostro se contrae en un rictus de dolor. Es el único regalo que recibo de mamá, de vez en cuando, en cuanto consigue ahorrar dinero a escondidas de mi padre y, obsequiándome lo único que a esta altura de mi vida consigo disfrutar, se arriesga a ser objeto de su furia si este la descubre. Ese montón de papeles viejos forma parte de una pequeña biblioteca que escondo en mi habitación y que protegería con mi vida, pues mi mamá arriesga la suya al regalármelos. Y ahora lo tiene aquél chico en sus manos, bajo la lluvia.

_ ¿Qué haces? Devuélvemelo_ digo, inmóvil, tendiendo mi brazo hacia él. Tampoco se mueve y con el rabillo del ojo consigo atisbar otras tres figuras surgiendo detrás de mí. Uno de ellos rodea mis hombros con su brazo y me observa desde un costado, burlón.

_ ¿Quieres que hable con él?_ susurra en mi oreja, con un tono de voz pegajoso_ Tal vez lo convenza…

Lo empujo y me aparto cuando siento que está demasiado cerca y empieza a rozar mi piel. Me acerco al rubio quien, al verme, lo abre. Y sin piedad arranca la primera página. Siento como si alguien extirpara un pedazo de mi cuerpo en el preciso momento en el que la hoja se desprende del libro, con un sonido apenas audible que a mí me resulta estruendoso, como un cristal haciéndose añicos. Frunzo el ceño y, corriendo hacia él, intento recuperarlo mientras, manteniéndolo fuera de mi alcance, se prepara para retirar la siguiente hoja. Siento que alguien me sujeta por detrás.

_ Vamos, por favor. Me iré de aquí, pero…_ Interrumpo mi súplica cuando él comienza a arrancar el papel de a pedazos, página por página.

Me revuelvo entre los brazos que me sujetan y escucho una risa detrás de mí, pero no consigo soltarme. Siento el repentino deseo de echarme a llorar y lucho con fuerza para reprimirlo, para no humillarme. ¿Por qué hacen esto? La impotencia me duele casi tanto como los trozos de papel que, desparramados en el piso, se mojan más y más. Apenas veo cuando los otros dos chicos intercambian palabras y, sin dejar de mirarme, se apartan hasta volver a entrar en el colegio, desligándose de la situación.

_ ¡Basta! ¡Es importante para mí, por favor…!_ grito, intentando hacerme oír por encima de la lluvia, cada vez más fuerte. A pesar de que sé que el libro probablemente sea insalvable ya a causa del agua, sigo intentando soltarme, desesperada por conservarlo al menos en una pieza. _ ¡Suéltame!

Atino a propinarle un codazo en las costillas al chico que me sujeta y corro hacia el montón de papeles mojados, ahora inservibles, pero enseguida me vuelve a tomar del brazo y me empuja contra el muro. Sé que con esta lluvia no hay nadie en las calles y que desde el colegio nadie llegará a oírme, pero aún así amenazo con gritar cuando ambos se me acercan. Veo como el libro cae sobre el cemento y aprieto los puños cuando el chico rubio pone su pie encima y lo aplasta, acabando de convertirlo en una pasta amarillenta. Intento golpear al que nuevamente me sujeta, pero me agarra con más fuerza y ríe. Grito que me deje en paz, rezando que alguien me escuche.

_ ¿Deberíamos llevarla a otro sitio?_ pregunta el primer muchacho, burlón.

Arrojando golpes al azar creo sentir que mi codo impacta con algo y, cuando siento que sus manos ya no me sujetan, intento correr; ahora es el rubio quien me detiene y, de reojo, creo ver que le otro chico se sujeta la nariz. El agua que baja por su rostro se tiñe de rojo al caer y, de pronto, siento miedo. ¿Le he roto la nariz? Uno de los dos me sujeta del cabello y vuelvo a gritar, sin impedir esta vez que las lágrimas asomen a mis ojos; escucho los latidos de mi corazón y el temor me impulsa a segur repartiendo golpes sin siquiera mirar, pero esta vez no consigo más que un rodillazo en el estómago. Intento inclinarme hacia delante, sin aire en los pulmones, pero siento un nuevo tirón en el pelo y me retracto, intentando volver a respirar. Creo escuchar un insulto de parte del chico de la nariz rota y apenas llego a ver cuál de los dos me empuja bruscamente contra el muro, una vez más.

Estoy a punto de recibir otro golpe cuando cierro los ojos con fuerza, dejando escapar un gemido que se pierde ahogado en el sonido del agua cayendo. Y en ese instante en el que dentro de mi mente parece detenerse el tiempo, las ideas pasan a una velocidad terrible, sucediéndose las unas a las otras; apenas noto que el golpe nunca llega. Cuando los vuelvo a abrir, la lluvia comienza a detenerse. Ambos chicos permanecen inmóviles, mirando molestos (tal vez también asustados) hacia la calle. Un niño avanza lentamente por esta, sin dejar de mirarnos embobado, sabiendo a su corta edad que algo está sucediendo. No parece ir a detenerse y, gradualmente, aquellos dos se calman; en este momento sé con seguridad que en exactamente seis segundos el niño habrá perdido el interés, volteándose, y ellos volverán a posar su atención en mí. Y a punto estoy de dejarlos pasar, petrificada, aún siendo la única oportunidad que tengo de escapar; mi cuerpo no me responde, vencido por el miedo de la situación.

¡Maldición, corre!” me grita mi mente en un tono de voz exasperado, despertándome. En un impulso, aún aterrada, me echo a correr, liberándome fácilmente de sus manos. No me volteo a ver si me persiguen, ni me detengo a pedir ayuda, simplemente corro con una rapidez que jamás había alcanzado, intentando no pensar en nada, intentando calmar el miedo, huyendo de ellos y, de paso, también de mí.

Más tarde, cuando llego a mi casa y, después de dar explicaciones a mi padre, por suerte todavía sobrio, subo a mi habitación, comienzo a darle vueltas al asunto. Recién entonces noto que aquella voz (ahora que lo pienso masculina), incitándome a correr con tanta determinación, tal vez no era mi voz. Y, tal vez, ni siquiera nacía de mi mente. Deshecho cada reflexión con una simple sacudida de cabeza, tachándolas de absurdas, y me sumerjo en una ducha caliente con una alivio casi palpable, olvidándome del mundo por un cuarto de hora. Probablemente el mejor cuarto de hora que consiga hoy.

***

Sentada en mi cama, mirando fijamente la ventana sin verla, cierro los ojos y me deleito escuchando el viento. Me concentro en él, sin pensar en nada, sin nada que pensar de cualquier modo, sintiéndome encerrada en un absoluta soledad que, lejos de gustarme, al menos me da paz. Vuelvo a abrirlos y los dirijo hacia el ancho vidrio sin cortinas y más allá de él, hacia la oscuridad de la noche que, mientras más la observo, más extraña me resulta. Entrecierro los ojos y, bajando de la cama, me acerco. Intento adaptar mis pupilas a la negrura que, fuera, parece sólida y una inquietud crece más y más en mi pecho mientras creo atisbar algo insólito al otro lado de mi ventana.

En el mismo instante en el que toco con la yema de los dedos el frío vidrio, la luz de un relámpago lo ilumina todo por dos eternos segundos. Y pasa demasiado rápido como para darme tiempo a reaccionar. La imagen que repentinamente se dibuja frente a mí se me hace por completo desconocida; árboles y árboles altísimos que jamás he visto llenan el paisaje, con sus anchos troncos rugosos, cubiertos algunos de musgo. Un cielo maravillosamente estrellado, un césped sin cortar, libre, que se mece con el viento, y, en primer plano, el protagonista de la foto. Mis ojos se posan inmediatamente en él, descifrando el resto a duras penas; un joven alto, cubierto con una capa negra, mirándome con unos ojos destellantes. Apoyado en uno de los muchos árboles, frente a mí, me observa atento e interesado, paciente. Sus labios se curvan ligeramente hacia arriba y no llego a ver la culminación de su sonrisa, pues rápidamente la luz del relámpago se esfuma, dejándome sola con la oscuridad y, enseguida, el trueno.

Me mantengo inmóvil un momento, sin mover siquiera mis ojos, procesando lo que acabo de ver. ¿Estoy volviéndome loca? Aún pasmada e incrédula, retiro mi mano del vidrio que recién ahora deja de vibrar, sin saber qué hacer. Siguiendo un impulso, lo abro rápidamente, dejando entrar el viento húmedo; me acerco, apoyándome en el marco de la ventana, viendo claramente la casa frente a la mía, con la calle vacía en medio. Suspiro, con el corazón latiéndome con fuerza y la cabeza a punto de estallarme. Me aparto, helada, y cierro la ventana que, al golpear el marco, produce un sonido estruendoso en el silencio de mi habitación.

Entonces noto que ese silencio a mi alrededor comienza a destrozarse gradualmente a medida que las voces de mis papás ganaban fuerza. Me quedé allí de pie, sintiendo crecer el miedo, cerrando los ojos y dejando invadir por el pánico. La voz aguda de mamá, cada vez más baja y la de papá, grave, cada vez más alta. Presiono los párpados e intento no escuchar, sabiendo que pronto el silencio se romperá por completo. Y allí está, el primer grito. El sonido de la discusión se cuela por mis oídos y retumba en cada lado de mi mente, torturándome; me cubro las orejas, en vano. Las imágenes pasan por mi cabeza, acobardándome más y más. Papá levantando su mano y mamá llorando. El primer golpe.

Abro los ojos y, venciendo el terror que hace temblar cada una de mis extremidades, salgo de mi cuarto, con una determinación que se escapa ni bien abro la puerta. Camino hacia el living de la casa, con un miedo que calienta y enrojece mi rostro, y me incita a correr. Pero no lo hago y, una vez en la escena, no puedo evitar detenerme a ver.

Mi mamá llora e intenta incorporarse, en el piso; una patada en la cara se lo impide. Papá, todavía con la botella de cerveza en su mano, continúa golpeándola mientras ella le suplica que pare, con un hilo de voz, acostumbrada a esta escena que se repite con frecuencia por las noches. Escena ante la cual, como la niña cobarde que soy, suelo quedarme inmóvil, atinando a veces a llorar, sabiendo que si capto la atención de papá, recibiré yo los golpes.

Pero no esta noche. Esta noche, temblando de pánico, corro hacia papá y, arrebatando la botella de su mano, la arrojo lejos. Un silencio extraño se produce, expectante, ni bien el vidrio se fracciona al tocar el suelo, estallando con un agudo estruendo. Levanto la cabeza para ver sus feroces ojos de borracho y mantengo su mirada, desafiante, colocándome mientras frente a él.

_ ¡Lydia ve a tu cuarto!_ ordena mamá, más bien en una súplica.

_ Déjala en paz_ digo, un voz trémula, sacando valor de todas esas noches de cobardía. Aún en la oscuridad, lo veo estallar de furia.

_ ¡Mocosa estúpida!_ escucho un segundo antes de recibir un manotazo en pleno rostro.

Siento como mi cabeza se sacude del golpe y, aturdida, pierdo levemente el equilibrio, cayendo de costado; a ese golpe le sigue una patada. Y a esa, otra.

_ ¡No le pegues! A ella no…_ suplica ella, agarrándolo de la pierna, deteniendo sus patadas._ ¡Es tu hija!

_ ¡Suéltame!_ grita con voz potente, pateándola con más fuerza, dejándola en el piso inmóvil por un largo rato._ ¡Esta mocosa no es mi hija! ¡Es igual de puta que tú! ¡Vaya a saber cuál de todos los hombres con los que te acuestas engendró semejante cosa! ¡Lo único que hace es malgastar dinero!

A cada frase, a cada crudo insulto, su pie se introduce con fuerza en mis entrañas, sacudiéndome, dejándome sin aire. Las lágrimas caen por mi rostro, sin que intente siquiera impedirlo; entre ellas y la dificultad que encuentro al respirar, mi visión comienza a tornarse negra y, mi conciencia, a desaparecer. El temor es rápidamente reemplazado por el dolor y la impotencia. Pronto el dolor lo llena todo, cada rincón de mi cuerpo, cada rincón de mi mente, sin dejar lugar siquiera para preocuparme. ¿Y si me mata? Esa pregunta tarde en presentarse y, en lugar de infundirme miedo, me aferro a ella como única posibilidad de escape.

Cierra los ojos” dice, esa misma voz que, en un principio, vuelvo a confundir con la mía. Pero es la voz de un hombre. “Ciérralos. Y deja entrar el aire. Concéntrate en respirar”. Obedezco sin darle demasiada importancia, considerándolo un desvarío de mi adolorida mente. Como él dijo, me concentro en mi respiración; poco a poco el aire entra a mis pulmones y el dolor pasa a segundo plano. Inspirar y exhalar. “Pronto se cansará”. Y ya esta última frase no logro descifrar si es o no parte de mis propios pensamientos.

Pronto se cansa. Tras una sarta de insultos para ambas y unas últimas patadas, se acuesta en su cama con una nueva botella y, borracho, se duerme al instante. Entumecida y aún concentrada en  mi respiración, me mantengo tendida en el suelo un largo rato, apenas sintiendo las lágrimas resbalando por mi cara, sin retenerlas tampoco. Los pensamientos pasan por mi mente sin afectarme; como cada vez me pregunto por qué a mí, por qué esta clase de padre, esta clase de vida. Me maldigo por cobarde, por no atreverme a denunciarlo, por no poder hacer nada para ayudar a mamá. Esta vez no me afecta, pero curiosamente las lágrimas en mis ojos no se detienen.

Me levanto como puedo, tambaleándome, apenas pudiendo sostenerme en pie, y me tomo a mamá por sus brazos, arrastrándola hasta mi habitación; cuando la dejo en mi cama y beso su frente, apenas puedo moverme. Me recuesto a su lado sin desvestirme, contenta de poder dormir junto a ella, de poder reconfortarme con su calor. Aún así, no puedo evitar darle la espalda y, a medida que la noche me inserta en un sueño profundo, mirar la ventana, esperando de pronto ver aquel bosque y a aquel hombre de pie, mirándome. Así me duermo, observando la solitaria calle a través del vidrio.

 

No tardo demasiado en despertarme. Un sonido extraño tira de mí, intentando devolverme a la realidad, un sonido constante que me impide ignorarlo. A medida que adquiero conciencia y lo escucho con más claridad, ya despierta, hasta parece seguir un ritmo. Abro los ojos, frunciendo el ceño, y observo mi habitación. El lado derecho de la cama se encuentra vacío y revuelto. Nada raro llama mi atención hasta que me volteo y fijo mis ojos en la ventana. Y reprimo un grito.

Un hombre apoya sus manos en el marco, del otro lado del vidrio, mirándome con una sonrisa divertida. El mismo de la noche anterior. Pero esta vez, por muchos segundos que yo permanezca inmóvil, no desaparece. Es joven, o lo parece, de cabello absolutamente negro, en contraste con su blanca piel, apenas bronceada; pero sus ojos verdes llaman aún más mi atención, fijos en mí, brillantes.

Retiro las sábanas y, lentamente, me levanto, caminando hacia él casi hipnotizada, tanto por su belleza como por lo extraño de la situación. Y detrás, nuevamente, el bosque. Me detengo frente a la ventana, sin saber qué hacer, con mil pensamientos volando de un lado al otro por mi mente, con esa pregunta que desde ayer me ataca una y otra vez: ¿realmente estoy enloqueciendo?

Sonríe aún más ante mi mirada perdida y vuelve a tocar el vidrio con su con su puño, dos veces, tan suavemente que apenas hace ruido. Dudosa, estiro mi mano y abro despacio la ventana, sabiendo que todo esto es una locura, dejándome claro que seguramente estoy loca. Pero su sonrisa es lo más real que vi en años.

_ ¿Quién diablos eres tú?_ pregunto, en un hilo de voz, sin dejar de observarlo atónita. Y luego al paisaje que lo rodea. Un viento frío entra en la habitación, estremeciéndome.

_ ¿Yo? Romeo_ dice, aparentemente divertido, y su voz me suena enormemente familiar_ ¿Quién más llamaría a tu ventana a tales horas?

_ Estoy loca_ me repito, esta vez en voz alta, apreciando la luz de la mañana que comienza a colarse tras la copa de aquellos extraños árboles.

_ Tal vez. Tal vez todos estemos locos._ susurra. Me quedo inmóvil cuando un sonido llega desde afuera de la habitación, detrás de la puerta, y, por un momento, creo ver que su semblante se oscurece. Enseguida vuelve a ensanchar su sonrisa, con una expresión que me hiela los huesos y, al mismo tiempo, me aturde._ Ponte el suéter, Julieta. Nos vamos de aquí.

 

 

Prólogo


 Sobrevuelo por encima de la ciudad, si es que ahora puede llamarse así, intentando calmarme y haciendo un enorme esfuerzo por localizarlo entre todas esas ruinas. No quedan más que escombros de lo que un día fue la capital más importante de aquél extraño mundo,  de lo que un día fue mi hogar. Intentando ignorar la rabia que crece en mi pecho y las lágrimas que asoman a mis ojos, palmeo a Sshick en el cuello, diciéndole, sin hablar, que dé otra vuelta. Gruñe en respuesta y se inclina hacia un costado abriendo más sus alas, descendiendo y elevándose en un vuelo nervioso. Puedo sentir su pena y sé que él siente la mía; hasta parecen unirse a veces y expandirse entre ambas. Ninguno tiene consuelo para el otro.

Es tarde para lamentarme, ahora sólo hay un pensamiento que ocupa cada rincón de mi mente y me ayuda a mantenerme cuerda: necesito proteger al rey y al pequeño príncipe,  cueste lo que cueste. Cierro los ojos e, ignorando el odio que me invade, desplazo mi mente por cada edificio destruido, buscando la suya, atenta a cada vibración mágica;  la guerra habrá terminado cuando uno de nosotros haya muerto, hasta entonces la familia real corre peligro.

De pronto todo brilla tras mis párpados cerrados y una cantidad enorme de poder se mete en mi cabeza, interrumpiendo bruscamente mi búsqueda. “Es tarde, Lissy” dice, con un tono de voz burlón y, aun así, una energía oscura. “No se te ocurra pisar el castillo; si entras, lo derrumbaré con el rey y la reina dentro”. Y desaparece. Su magia se oculta fuera de mi alcance sin darme tiempo a responder, o a maldecir siquiera. Sshick lo escucha tan bien como yo y, sin que tenga que decirlo, baja en picada hacia aquél edificio majestuoso, elevado en medio de la ciudad, en el cual viví toda mi vida. El viento golpea mi rostro mientras él se deja caer y, a sólo metros del suelo, se estabiliza y apoya sus garras sobre la tierra; bajo de un salto, apurada, y entro al castillo, ordenándole que se quede fuera, oyendo cada vez más leve su largo rugido de protesta mientras corro. Mis pisadas rápidas resuenan en el mármol y, casi sin darme cuenta, empiezo a teletransportarme cada pocos metros, por pura costumbre.

Necesito encontrar al rey y protegerlo e intento no pensar en otra cosa, pero mi corazón, a pesar de todo, late cada vez más lento y un nudo en mi garganta que no puedo tragar humedece mis ojos.

Comienzo a subir las escaleras cuando una sombra, tan rápida que se me hace invisible por un momento, me arrastra por el aire, empujándome contra una de las columnas de la enorme sala principal. El impacto me aturde y, por mucho que me esfuerzo, mi visión tarda en volver; cuando el blanco del castillo toma forma en mi cabeza y comienzo a ponerme en pie, su silueta se hace cada vez más clara frente a mí. Sus ojos brillan de determinación y estira levemente las comisuras de sus labios, crispado. Me detengo un segundo para verlo y siento claramente como mi corazón late normal de nuevo; un dolor inmenso se expande en mí y hago lo imposible por reprimirlo, sin demasiado éxito. Siento, a mi pesar, el deseo de abrazarlo y que todo termine. Pero no puedo. Uno de los dos tiene que morir.

_ Te dije que no entraras_ señala, con un tono glacial_ Te advertí que lo destruiría todo.

La columna, también de mármol, comienza a vibrar tras mi espalda, estremeciéndome; me separo de ella cuando todo a mi alrededor comienza a sacudirse levemente y cada lujoso adorno de la sala cae al piso o, simplemente, se destruye en su lugar. No puedo dejar que las paredes se derrumben. Lo empujo y, con toda la energía que puedo juntar, intento bloquearlo, detener su magia de la única manera que conozco, pero él aún es más fuerte que yo y responde con un violento empujón, elevándome hasta la pared más cercana y haciéndome caer. El golpe hace temblar cada hueso de mi cuerpo y esta vez tardo en abrir los ojos. Cuando lo hago, las lágrimas caen y no consigo encontrar en mí la fuerza para detenerlas; doblemente adolorida, las dejo salir.

Lo veo acercarse. Camina hacia mí con la mandíbula tensa y la expresión contraída, intentando retener un dolor casi tan fuerte como el mío. Mi cuerpo se levanta solo, impulsado por la poca magia que consigo reunir; las paredes se sacuden cada vez más fuerte y el techo comienza a derrumbarse. Cierro los ojos e intento deslizarme dentro de él, en un último intento de detenerlo.

_ Para, sólo te lastimas_ dice una vez frente a mí, mientras yo tenso los puños y trato con más fuerza.

Pero un enorme muro me impide entrar a su mente y por mucho que busco siquiera alguna grieta, no encuentro manera de atravesarlo. Gasto toda la energía que me queda y, casi sin darme cuenta, mis piernas dejan de sostenerme y caigo; abro los ojos cuando él me sujeta. Lo miro y su evidente dolor aumenta el mío. Todo se cae a pedazos, cada vez más rápido; sé que en poco tiempo moriré aplastada y, tal vez, todo se acabe. Golpeo su pecho con fuerza, llorando, pero ni siquiera se inmuta.

_ ¡Páralo! Detente…_ pido, entre sollozos, intentando hacerme oír sobre el estruendoso caos_ ¡Moriremos ambos!

Entonces me abraza rápidamente y gira, apoyándose él contra la pared y apretándome contra su pecho. Lo veo cerrar los ojos con la misma fuerza con la que sus brazos rodean mi cuerpo y derramar un par de lágrimas; coloca su mano en mi cabeza, suavemente, y me atrae hacia él. Entonces noto que estamos solos allí, que todos han escapado ya, y un inmenso alivio me recorre de cabeza a pies cuando pienso que, al menos, el rey se encuentra seguro en algún lugar. No puedo ver nada y lo único que siento es el calor de su cuerpo, apenas escucho ya el castillo derrumbándose; me echo a llorar entonces, silenciosamente, con mi rostro pegado a su cuerpo y sacando el dolor fuera, disfrutando de esos últimos minutos más de lo que disfruté en toda mi vida.

Sé que no se detendrá y ya poco me importa. Yo no puedo detenerlo y moriremos ambos, pero lo único que atino a hacer es sujetarme a él, sin que mis lágrimas paren de mojar mi rostro. Y sé que también él está llorando. Ahora sé que lo amo más que a mi propia vida, esta que de todas maneras acabará en pocos segundos.

_ Lo siento_ susurra, en un hilo de voz, y a pesar del caos lo escucho.

Cierro los ojos como toda respuesta y me relajo. Dejo de escuchar como todo se cae, dejo de sentir dolor. Nada más existe, sólo él y yo. Y entonces, sin que tenga tiempo de notarlo, todo acaba. En medio de esa cálida sensación que recubre mi pecho, mi vida se extingue junto con la suya. Y, segundos antes de morir, deseo con todas mis fuerzas que esta vez sea para siempre.